domingo, 30 de noviembre de 2014

El arte de caminar bajo la lluvia

Miralo. Está ahí y al mismo tiempo no está. ¿Cuánta gente hará lo mismo? Sus ojos inútilmente dirigidos a un profesor que sigue hablando, o hace que habla, la verdad que sería imposible para él discernirlo.

Oscurece sin anochecer. Las nubes poblando cada vez más el cielo hasta envolverlo. Relámpagos y truenos. Luz y sonido. A destiempo: primero uno y después el otro. Previsible.

Él está pendiente de todo ello. Mira las gotas golpear contra el vidrio de ese aula y sonríe con tanta inocencia que da una imagen tensionada entre lo cursi y lo patético. ¿En qué pensará…?

¿Vos decís? Sería lo más lógico: que esté abstraído de la situación, que lo mismo le daría que lloviera o que se incendie el salón. Que esté enamorado… Palabra pomposa que poco tiene que ver con lo que realmente suele suceder. Aunque en este caso, podría ir, ¿no? Pero… ¿los hombres se enamoran? A lo que voy… ¿los hombres pueden mostrarse enamorados sin querer aparentarlo?

Perdón, me estoy yendo por las ramas. Además, yo no creo que sea una mujer la que le saque esa sonrisa idiota que tiene intacta hace varios minutos.

Jajajajaja. No, ¡tonta! No digo que patee para el otro lado. Quiero decir que siento que está disfrutando de esta tormenta cada vez más fuerte. Sí, sé que parece no tener sentido porque en 15 salimos y ni siquiera trajo un paraguas.

Parece una locura pero mirá, quiero mostrarte esto.

Es algo que vine garabateando las últimas semanas. No se lo mostré a nadie antes, me da un poco de cosa lo que puedan pensar. Además me siento una boluda, o me sentía… No sé, te juro que tengo un pálpito, intuición femenina, como dicen. Y tiene que ver con él: me lleva a creer que piensa igual que yo, que puedo mostrarle esto que escribí y va a... digo, al menos, no va a verlo como una idiotez.

En fin, tomá, vos leelo. Pero mejor no me digas nada después. Es más, ni me lo devuelvas, rompelo, quemalo, hacé lo que quieras… pero no dejes que haga esa boludez de dárselo a él cual poema romántico.


El arte de caminar bajo la lluvia

Pocas cosas son tan interesantes como que una tormenta lo agarre a uno caminando por la calle. La mayoría de la gente actúa maquínicamente: sacan sus paraguas, los abren y continúan su caminata como si nada. Pobres, no saben lo que se pierden.

Yo por suerte pertenezco a esos pocos que detestan a esos elementos del demonio que extinguen la posibilidad de recibir placenteras gotas sobre la cabellera. Y sí, lo admito, esbozo una sonrisa con sabor a victoria cada vez que veo cómo el viento hace estragos con uno de ellos.

Nosotros, al descubierto, tenemos que estar sumamente atentos. Es alta la probabilidad de pisar una baldosa engañosa y caer en esa terrible desgracia de empaparse el pie, llegando el agua inclusive hasta la media.

Los descuidos pueden ser terribles. Basta con llegar medio distraído a una esquina para quedar empapado de pies a cabeza, puteando a cuatro vientos al ser la víctima de una de las pocas diversiones de un chofer de colectivos.

Y si estamos llegando tarde… Mayor es la complejidad.

Hay que encontrar el punto justo de la velocidad, haciendo una caminata rápida que resulta muy ridícula a la vista pero que es totalmente preferible a la vergüenza que provocaría patinar y caer al suelo empapado.

Ningún carril de la vereda nos conforma del todo. Para evitar mojarnos –más aún- tratamos de ir pegado a los locales y edificios, aprovechando los techos que encontramos. Hasta que algún borde que sirve de canaleta nos juega una mala pasada y el agua nos cae en los ojos o en la boca. Allí maldecimos, nos “limpiamos” con la manga mojada del buzo y nos mudamos al otro extremo, el que está más pegado a la calle. Seguimos un rato por esa vía hasta que nos damos cuenta de lo empapados que estamos, y buscamos refugio volviendo a la primera elección (como si no solo fuéramos a dejar de mojarnos sino que encima nos secaríamos de inmediato)

Ese proceso se repite varias veces, yendo de lado a lado en un camino sinuoso que se ve más obstaculizado aún por la presencia de los otros.

Seguramente de ahí venga tanto resentimiento. Y cómo para no: vas pegado a las paredes, mendigando techos y viene uno de ellos sosteniendo su “querido” paraguas mirándote fijo con cara de “soñá que me voy a correr”. Y vos no te achicás tampoco, le ponés esa cara de culo que tan bien te sale y te mirás a vos mismo, goteando por todos lados. Finalmente el enemigo termina pasándote pegado a tu hombro, con mirada altiva y con el arma a media altura, cosa de poder encajarte una varilla en el ojo “sin querer”.


Qué cosa che, esto se volvió un manifiesto anti-paraguas. Pero bueno, quién sabe… capaz alguno lea estas líneas y deje caer, avergonzado, el dichoso artefacto para así poder experimentar ese placer –antes oprimido- de caminar bajo la lluvia.