Miralo. Está ahí y al mismo tiempo no está. ¿Cuánta gente
hará lo mismo? Sus ojos inútilmente dirigidos a un profesor que sigue hablando,
o hace que habla, la verdad que sería imposible para él discernirlo.
Oscurece sin anochecer. Las nubes poblando cada vez más el
cielo hasta envolverlo. Relámpagos y truenos. Luz y sonido. A destiempo:
primero uno y después el otro. Previsible.
Él está pendiente de todo ello. Mira las gotas golpear
contra el vidrio de ese aula y sonríe con tanta inocencia que da una imagen
tensionada entre lo cursi y lo
patético. ¿En qué pensará…?
¿Vos decís? Sería lo más lógico: que esté abstraído de la
situación, que lo mismo le daría que lloviera o que se incendie el salón. Que
esté enamorado… Palabra pomposa que
poco tiene que ver con lo que realmente suele suceder. Aunque en este caso,
podría ir, ¿no? Pero… ¿los hombres se enamoran? A lo que voy… ¿los hombres
pueden mostrarse enamorados sin querer aparentarlo?
Perdón, me estoy yendo por las ramas. Además, yo no creo que
sea una mujer la que le saque esa sonrisa idiota que tiene intacta hace varios
minutos.
Jajajajaja. No, ¡tonta! No digo que patee para el otro lado. Quiero decir que siento que está
disfrutando de esta tormenta cada vez más fuerte. Sí, sé que parece no tener
sentido porque en 15 salimos y ni siquiera trajo un paraguas.
Parece una locura pero mirá, quiero mostrarte esto.
Es algo que vine garabateando las últimas semanas. No se lo
mostré a nadie antes, me da un poco de cosa
lo que puedan pensar. Además me siento una boluda, o me sentía… No sé, te juro
que tengo un pálpito, intuición femenina,
como dicen. Y tiene que ver con él: me lleva a creer que piensa igual que yo,
que puedo mostrarle esto que escribí y va a... digo, al menos, no va a verlo
como una idiotez.
En fin, tomá, vos leelo. Pero
mejor no me digas nada después. Es más, ni me lo devuelvas, rompelo, quemalo,
hacé lo que quieras… pero no dejes que haga esa boludez de dárselo a él cual
poema romántico.
El arte de caminar
bajo la lluvia
Pocas cosas son tan
interesantes como que una tormenta lo agarre a uno caminando por la calle. La
mayoría de la gente actúa maquínicamente: sacan sus paraguas, los abren y
continúan su caminata como si nada. Pobres, no saben lo que se pierden.
Yo por suerte
pertenezco a esos pocos que detestan a esos elementos del demonio que extinguen
la posibilidad de recibir placenteras gotas sobre la cabellera. Y sí, lo
admito, esbozo una sonrisa con sabor a victoria cada vez que veo cómo el viento
hace estragos con uno de ellos.
Nosotros, al descubierto,
tenemos que estar sumamente atentos. Es alta la probabilidad de pisar una
baldosa engañosa y caer en esa terrible desgracia de empaparse el pie, llegando
el agua inclusive hasta la media.
Los descuidos pueden
ser terribles. Basta con llegar medio distraído a una esquina para quedar
empapado de pies a cabeza, puteando a cuatro vientos al ser la víctima de una
de las pocas diversiones de un chofer de colectivos.
Y si estamos llegando
tarde… Mayor es la complejidad.
Hay que encontrar el
punto justo de la velocidad, haciendo una caminata rápida que resulta muy
ridícula a la vista pero que es totalmente preferible a la vergüenza que
provocaría patinar y caer al suelo empapado.
Ningún carril de la
vereda nos conforma del todo. Para evitar mojarnos –más aún- tratamos de ir
pegado a los locales y edificios, aprovechando los techos que encontramos.
Hasta que algún borde que sirve de canaleta nos juega una mala pasada y el agua
nos cae en los ojos o en la boca. Allí maldecimos, nos “limpiamos” con la manga
mojada del buzo y nos mudamos al otro extremo, el que está más pegado a la
calle. Seguimos un rato por esa vía hasta que nos damos cuenta de lo empapados
que estamos, y buscamos refugio volviendo a la primera elección (como si no
solo fuéramos a dejar de mojarnos sino que encima nos secaríamos de inmediato)
Ese proceso se repite
varias veces, yendo de lado a lado en un camino sinuoso que se ve más
obstaculizado aún por la presencia de los otros.
Seguramente de ahí
venga tanto resentimiento. Y cómo para no: vas pegado a las paredes, mendigando
techos y viene uno de ellos sosteniendo
su “querido” paraguas mirándote fijo con cara de “soñá que me voy a correr”. Y
vos no te achicás tampoco, le ponés esa cara de culo que tan bien te sale y te
mirás a vos mismo, goteando por todos lados. Finalmente el enemigo termina
pasándote pegado a tu hombro, con mirada altiva y con el arma a media altura, cosa de poder encajarte una varilla en el ojo
“sin querer”.
Qué cosa che, esto se
volvió un manifiesto anti-paraguas. Pero bueno, quién sabe… capaz alguno lea
estas líneas y deje caer, avergonzado, el dichoso artefacto para así poder
experimentar ese placer –antes oprimido- de caminar bajo la lluvia.