La oscuridad
monopolizaba el lugar. Sólo había silencio.
Algo interrumpió.
Ese inconfundible y
efímero sonido que aparece al raspar la cabeza roja de un simple fósforo de
madera.
La tenue luz delató tu
presencia. Tu dedo pulgar e índice sosteniendo esa lumbre. Tus ojos, apenas
descubiertos en las tinieblas, molestos ante esa mínima ruptura de la bella
oscuridad.
El fuego iba
consumiendo la madera hasta quemar tus yemas. Pero vos permanecías inmutable.
Algo superior había
ocurrido. Ese placer que –adivinaba- reflejaba tu rostro no era consecuencia
del regreso a las penumbras.
Porque no era un
regreso (me explicarías más tarde).
Pero esa oscuridad, que no era aquella
oscuridad, no era lo único que estaba aconteciendo.
Un aroma en forma de humo.
Un fino hilo que se filtraba por la nariz. Y allí realmente te relajabas, como
si fuera todo lo que necesitabas, todo eso que habías estado deseando.
Ese mismo sueño se repitió varias veces, varias noches.
Hasta que logré interpretarlo. Hasta que finalmente pude descifrar tus
intenciones.
Después de semanas enteras viendo tus fotos, recorriendo
esos lugares que habían sabido ser nuestros.
Luego de un insomnio cargado de
inentendible culpa, de ese ferviente deseo de haber sido yo y no vos.
Todo pareció tan claro en ese instante. Entender que yo
permanecía ahí en alguna oscuridad, inhalando ese melancólico humo que dejaste
al apagarte.
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