lunes, 30 de junio de 2014

El desvanecimiento del concreto

Intentó acomodarse la mochila entre su espalda y el árbol, para que ésta le amortiguara un poco la molestia. Aunque no iba a haber caso, así que desistió.

No se detuvo a analizar su decisión –casi instintiva- de sentarse en el medio del pasto y no en un banco. Hubiera sido un tema muy interesante para realizar un estudio psicológico. Sobre todo si se hubiera dado cuenta que estaba respondiendo puramente a una cuestión de estereotipos.

Tomó el libro de su mochila y comenzó su lectura. Le producía cierto placer que el libro fuera viejo y tuviera sus páginas amarillentas.

-Es una lástima que los libros en formato papel estén extinguiéndose – pensó con una tristeza que le era ajena y que sólo repetía.

Cuando salió del transe en el que había caído, echó un vistazo a su alrededor.

Sonrío.

Notó que el lugar estaba plagado de parejas enamoradas (“estúpidamente”, quiso agregar, pero le faltó convicción)

Volvió a sonreír.

-Todos se cansarán el uno del otro, es sólo cuestión de tiempo. La única pareja que perdurará es la que formé con este viejo libro.

Las palabras salieron de su boca, y no se avergonzó, aunque debiera haberlo hecho. No por la poca gracia de su comentario (que era, sin embargo, razón suficiente) sino por la enorme carga de cinismo que había adoptado.

Y él lo sabía. Aunque no pudiera –quisiera- recordar la causa de tan brutal cambio.

Una bandada de palomas se desplazó hasta la otra orilla del lago artificial. La causa le era desconocida (y creyó que a ellas también, pero debían acatarla de todas formas).

Dos jóvenes – los más cercanos a él- charlaban sobre la facultad, mientras se convidaban mate. Una despotricó contra el encargado de hacer las fotocopias en la universidad. La causa era que había hecho un desastre abrochando sus apuntes, lo que le impedía poder leerlo de corrido.

Él volvió a sonreír. Pero se sintió observado, así que rápidamente cubrió los dientes con sus labios, avergonzado.

Se puso a pensar en cuánta gente debatiría los mismos temas y tendría los mismos problemas, en lugares y tiempos tan diversos.

La espalda le empezó a pasar factura y el estómago le rugió. Se puso de pie, levantó las llaves que se habían caído de su bolsillo roto y las guardó en la mochila.

Respiró el aire impregnado de faso y maldijo. Balbuceó que “era un lugar público y había pibes, que debería darles vergüenza…” y un par de chamuyos más para disimular el malhumor que le daba no tener nada que fumar.

Hizo un par de gestos mientras se retiraba. Caminó unos metros por el sendero, rodeó el lago –artificial- y atravesó la reja abierta.

Se-chocó-con-la-ciudad-.-Y-contuvo-el-dolor.

domingo, 22 de junio de 2014

Infinitud

¿De qué otra forma se puede amenazar que no sea de muerte? Lo interesante, lo original, sería que alguien lo amenace a uno con la inmortalidad.
                                                                       
                                                                       Jorge Luis Borges




Ojalá alguien llegue a leer esto en algún momento. Pero no me hago falsas ilusiones. Nadie se molestará en analizar la veracidad de estas viejas notas. ¿Por qué habrían de hacerlo, si en cambio tendrían al autor? Me tendrían a mí, siempre a mí.

Todo comenzó el jueves pasado a eso de las cinco de la tarde. Todavía sigo reconstruyendo la escena. Y me mantengo terco en mi decisión de ridiculizar a ese invento heredado que tantos acogen con extraña calidez y al que llaman destino, así sin más.

No cambio mi postura ante ese maléfico artificio. Pero… Justamente, ahí está el tema: esa palabrita “pero”. No puede pasar desapercibida. No al menos en mí, o en lo que solía ser de mí.

¿Por qué había atendido?

Era una simple pregunta que no sólo ocupaba cada rincón de mi cabeza, sino que sentía como me cosquilleaba la planta del pie y, a la vez, me atravesaba las costillas de un lado hacia otro, ida y vuelta.

Ahí había empezado el desastre; en una parábola negativa encabezada por la duda.

¿Por qué había atendido?

Si siempre era algún pobre pibe siendo explotado en un call center. Y cuando no, era alguien que buscaba a la dueña del departamento y empezaba a relatar su relación con ella, como si eso pudiese importarle en lo más mínimo a un inquilino.

Hasta había llegado a pensar en la chance de desconectar el teléfono. Así ya no tendría que ignorar ese aturdidor timbre que llegaba a escucharse hasta desde el ascensor.

Por eso me machacaba tanto: ¿Por qué? ¡¿Por qué?!

Empecé a convencerme de que debía ser eso, aunque siempre lo negara avergonzado. Aunque darle crédito  a esa estupidez del destino (nombrarlo no lo hace más real) podía resultar como un arma de doble filo.

Me llevó a una reflexión tan delirante como posible y, por consecuencia, tranquilizadora. De existir tal cosa… ¿qué importancia tenía que hubiese atendido? Si de todas formas, así hubiese perdido esa llamada, él se habría encargado de hacerme llegar el mensaje por algún otro medio.

Se me ocurren miles de otras preguntas, sin embargo, aún hoy. Pero no puedo entregarme a eso, aunque sea por respeto a quien supe ser.

Tampoco me interesé en investigar quién había hecho la llamada, desde dónde o acaso por qué razón. Esas indagaciones podrían haber sido útiles ante una amenaza de muerte. Pero para este caso, poco servía plantearse esas preguntas lógicas.

Cuando te amenazan con vivir eternamente, cualquier esquema queda obsoleto. Cuando te dan vuelta el mundo de tal forma, ¿qué idiota sería capaz de intentar entender?

Uno piensa en esa infinitud, esa indeterminación, y lo único que puede desear es que haya habido un error. Que esa amenaza fuese de algo mucho más ¿concreto?, ¿inmediato? Eso que es la muerte, o al menos cómo debe serlo.

Pero ante esta tragedia uno se encuentra con la solución casi consecuentemente.

Y yo no era ajeno a ello. Sabía qué debía hacer. Tan simple como salir al balcón, trepar el barandal y saltar. Es más que suficiente altura.

Lo sé desde entonces, y lo sigo sabiendo hoy. Sin embargo, un miedo profunde me invade cuerpo y alma.


No es el temor a dar el salto: sino el terror de estrellarme contra el asfalto del estacionamiento y saber, en ese preciso instante, que estaré condenado a la inmortalidad.

miércoles, 18 de junio de 2014

Despertar

Él abrió los ojos, dolido ante la oscuridad del cuarto. El sudor que había empapado su colchón le molestaba. No era esa humedad lo que en realidad le irritaba, sino que ésta lo arrancase de su sueño.

Sentado en el borde de la cama, se miraba las uñas largas y desprolijas. Golpeó la cabeza contra la pared, maldiciendo el hecho de no haber aprovechado ese momento.


Ella le había rozado el hombro al pasarle por al lado y él volteó anonadado ante esa mirada fija que buscaba captar su atención.

Y no supo decir palabra.

Él le sonrió, idiotamente. No supo hacer otra cosa que mostrarle el esmalte gastado de sus dientes

Allí la perdió nomás.


Continuó atormentándose en su dormitorio. Las penumbras le impedían ver como se teñía la almohada de escarlata. No cesó en su afán de impactar el muro con su cráneo.
Prosiguió insaciablemente y sólo se detuvo una vez alcanzado su objetivo:                                                                               
verla.

La tomó de la mano y ya no le inquietó poseer una sonrisa ni sumirse en el silencio. Tampoco se preocupó en apresurarse, conocedor de que tendría, ahora, todo el tiempo del mundo.


lunes, 9 de junio de 2014

Vasos

Vasos que vienen llenos y vuelven vacíos, el proceso se repite varias veces. La gente viene, pero la mayoría no vuelve, se queda afuera. Hace media hora que perdí la cuenta, pero me gusta pensar que cada vaso es el primero, y lo disfruto como tal.

Más y más mujeres entran, pero esta noche se ven insignificantes al lado de las botellas que son el centro de la escena. Hasta algunas son protegidas a capa y espada, y me las encargan para que las guarde bajo llave. Todo el mundo tiene el mismo destino, así que voy por el pasillo hasta la puerta que da afuera, y respiro el aire puro (que es un decir, ya que el cigarro le quitó esa cualidad hace rato).

Conocidas, algunas, me saludan. Otras, desconocidas, hacen lo propio, no vaya a ser cosa que llamen la atención. Pero una, aún lejos de querer resaltar, termina causando ese efecto. Me alborota los planes, me hace tartamudear sin hablar, y tropezarme sin moverme. El fernet que sujeto en mi mano tiembla, no es que tenga miedo de caerse, sino de perderme. Se pone celoso. Lo aparto a un lado y me acerco a esta piba que no conozco, por ahora.

Mentiría si digo que es amor a primera vista, mejor dicho, mentiría si digo que es amor, evitemos esa palabra por favor. Pero no puedo negar que me atrae, y me va metiendo cada vez más en un lío, hermoso, pero del que me va a costar salir.

Vasos que vienen llenos y vuelven vacíos. La gente ya no viene, solo pasa, y sigue yendo afuera. Pero ahora yo estoy adentro, en contra de lo que cualquiera podría suponer. Sigo con ella, la verdad es todo un logro que no me haya mandado a la cama por ser un nene. Igual no es mérito mío, se lo debo a ella y su simpatía, pero apartemos las cosas lindas que si me escucha me mata por chamuyero.

El fernet sigue celoso, más ahora que nunca, y toma venganza. Nos hace olvidar lo que fue, para mí, el mejor momento de la noche, y hasta nos confunde sobre lo sucedido. Pero preferimos no aclararlo… no vaya a ser cosa que oscurezca. A forma de castigo, lo abandono (por el resto de la noche nomás, tampoco me pidan imposibles)

La cancha se embarra, se pone difícil para jugar, y me deja desnudo. Ya no me quedan armas, palabras, no me queda nada más que ir con la verdad. Capaz eso no sea suficiente, pero es lo mejor que puedo dar, y prometo volver a verla.  En sí es una apuesta, pero estoy tan seguro de que va a ser así, que ni me molesto en consensuar un premio.


No vienen más vasos, y los pocos que están dando vueltas terminan en el suelo. La gente ya no viene ni pasa, solamente se va. Quedan, en su mayoría, las mismas caras de siempre, esas que no se van con facilidad. Pero no me interesa, en este momento sólo tengo una cara en mente y la estoy viendo, a pesar de que no está más. Sólo me conforta saber que mañana voy a hablar con ella, sin compromisos, y así va a estar bien.

viernes, 6 de junio de 2014

En resumen, amor

Sacó el celular, lo miró, lo guardó y lo volvió a sacar. “21:37” –pensó y susurró- “Me dijo que iba a estar y cuarto, y ya van a ser menos veinte y no tengo ni una señal de ella.” Estos momentos eran en los cuales Matías se daba cuenta que odiaba ser tan asquerosamente puntual. No había ocasión que le recriminara, en vano, la llegada tarde de Julieta, pero por dentro sabía que daría la vida por ser tan despreocupado como ella.

Fue al baño para hacer tiempo y de paso lavarse un poco la cara, a ver si le salía el malhumor que tenía impregnado. Apenas escuchaba pegar el chorro de agua contra el cerámico; en cambio, un tic tac en su cabeza era cada vez más insoportable. Volvió a sentarse en la mesita de a dos decorada de muy mal gusto (todavía no entendía por qué volvían siempre a ese bolichito de cuarta) Esta vez le preguntó al mozo la hora, con la esperanza de que su reloj estuviera adelantado. Pero no fue así, “van a ser menos diez…” le contestó desde lo lejos con desgano.

Se hubiera ido de no haber sido porque la vergüenza era más fuerte que él, así que se quedó a esperar. Mientras tanto, en su mente diagramó sin obviar ningún detalle, un discurso perfecto. Todo lo que quería decirle a ella pero nunca encontraba las palabras, había pensado todo,  era un sermón completo que iba desde puntualidad, pasando por el orden, higiene, compromiso y un montón de esas cosas que los hacían ser tan opuestos.

Finalmente unos minutos después entro por la puerta principal, con unos jean gastados y una remerita suelta. “Encima me siento un pelotudo con esta camisa” pensó Matías mientras la miraba y se daba cuenta que tenían un concepto distinto sobre formalidad. Estaba pensando cómo añadir ese tema a su discurso armado, pero ella lo interrumpió con un “Hola” tan suave y placentero que aquellos bocinazos y alarmas sonando parecieron perderse en el viento.

Ella sólo tuvo que sonreír para desbaratarle todos los planes al pobre muchacho. Veía como su discurso ardía en llamas, hermosas llamas. Dándose cuenta de lo glorioso y estúpido que era lo que sentía por ella y, en un tono más crítico, admitiendo por dentro que la vergüenza había sido sólo una excusa. Y que nunca hubiera abandonado esa silla, así hubiera tenido que esperar toda la noche como un idiota…

A la mujer de mi vida la encontraré en un ascensor

No es un presentimiento, ni un vaticinio delirante para poder regodearme después al cumplirse. Porque se terminaría cumpliendo. No, no por el destino; sino por fuerza propia y manipulación de las situaciones.

Pero no me salten a la yugular, tranquilos que al destino lo dejo en paz así no me rompen más. No me escrachen en su lista de opositores al oráculo griego. Qué más da, me importa ocho cuartos.

Mejor paso a lo que realmente les vine a hablar.

Es fundamental la imaginación a la hora de entender este razonamiento, así que cierren los ojos, abran la mente. Espíen todo lo que quieran.

Un ascensor, mientras más estrecho mejor. Bien antiguo, con la típica reja que se abre cortando clavos, y la amenaza siempre latente de que se detenga entre dos pisos.

No sé si lo habrán notado, pero la gente allí adentro se transforma.

De repente, cambian su metabolismo y respirar ya no es un signo vital. Repetir esas frases obligadas no significa conversar. Y los ojos… no se les ocurra cometer la torpeza de coincidir la mirada con otra persona, eso significará bajar la vista de inmediato y no despegarla del abrojo gastado de las zapatillas durante el resto del trayecto.

Sí, sé lo que piensan. Y tienen razón, no deja de ser una cuestión de segundos. ¡Pero qué segundos…! Eternos. Insoportables. Con ese pitido infernal sonando en cada piso, segundero de pesadillas.

Incluso la tan ansiada llegada a la planta baja genera problemas. Unas miradas, unos cabezazos inútiles y unos movimientos toscos. Hasta que alguno (generalmente el que está más cerca de la reja) gira su torso intentando mover lo menos posible los pies, para finalmente abrir la tapa de esa olla a presión y salir disparados al exterior.

Es inadmisible olvidar el saludo por compromiso, ya que tal falta significaría convertirse en un mal vecino.

Entonces, cuando me quiten el aliento y eso me acelere el corazón, cuando me obliguen a decir (pensar) palabras que signifiquen una conversación, cuando mi mirada quede hipnotizada, perdida, en la suya… ahí sabré que he encontrado a la mujer de mi vida en un ascensor.