Sacó el celular, lo miró, lo
guardó y lo volvió a sacar. “21:37” –pensó y susurró- “Me dijo que iba a estar
y cuarto, y ya van a ser menos veinte y no tengo ni una señal de ella.” Estos momentos
eran en los cuales Matías se daba cuenta que odiaba ser tan asquerosamente
puntual. No había ocasión que le recriminara, en vano, la llegada tarde de
Julieta, pero por dentro sabía que daría la vida por ser tan despreocupado como
ella.
Fue al baño para hacer tiempo y
de paso lavarse un poco la cara, a ver si le salía el malhumor que tenía
impregnado. Apenas escuchaba pegar el chorro de agua contra el cerámico; en
cambio, un tic tac en su cabeza era cada vez más insoportable. Volvió a
sentarse en la mesita de a dos decorada de muy mal gusto (todavía no entendía
por qué volvían siempre a ese bolichito de cuarta) Esta vez le preguntó al mozo
la hora, con la esperanza de que su reloj estuviera adelantado. Pero no fue
así, “van a ser menos diez…” le contestó desde lo lejos con desgano.
Se hubiera ido de no haber sido
porque la vergüenza era más fuerte que él, así que se quedó a esperar. Mientras
tanto, en su mente diagramó sin obviar ningún detalle, un discurso perfecto.
Todo lo que quería decirle a ella pero nunca encontraba las palabras, había
pensado todo, era un sermón completo que
iba desde puntualidad, pasando por el orden, higiene, compromiso y un montón de
esas cosas que los hacían ser tan opuestos.
Finalmente unos minutos después entro por la
puerta principal, con unos jean gastados y una remerita suelta. “Encima me
siento un pelotudo con esta camisa” pensó Matías mientras la miraba y se daba
cuenta que tenían un concepto distinto sobre formalidad. Estaba pensando cómo
añadir ese tema a su discurso armado, pero ella lo interrumpió con un “Hola” tan
suave y placentero que aquellos bocinazos y alarmas sonando parecieron perderse
en el viento.
Ella sólo tuvo que sonreír para
desbaratarle todos los planes al pobre muchacho. Veía como su discurso ardía en
llamas, hermosas llamas. Dándose cuenta de lo glorioso y estúpido que era lo
que sentía por ella y, en un tono más crítico, admitiendo por dentro que la
vergüenza había sido sólo una excusa. Y que nunca hubiera abandonado esa silla,
así hubiera tenido que esperar toda la noche como un idiota…
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