domingo, 22 de junio de 2014

Infinitud

¿De qué otra forma se puede amenazar que no sea de muerte? Lo interesante, lo original, sería que alguien lo amenace a uno con la inmortalidad.
                                                                       
                                                                       Jorge Luis Borges




Ojalá alguien llegue a leer esto en algún momento. Pero no me hago falsas ilusiones. Nadie se molestará en analizar la veracidad de estas viejas notas. ¿Por qué habrían de hacerlo, si en cambio tendrían al autor? Me tendrían a mí, siempre a mí.

Todo comenzó el jueves pasado a eso de las cinco de la tarde. Todavía sigo reconstruyendo la escena. Y me mantengo terco en mi decisión de ridiculizar a ese invento heredado que tantos acogen con extraña calidez y al que llaman destino, así sin más.

No cambio mi postura ante ese maléfico artificio. Pero… Justamente, ahí está el tema: esa palabrita “pero”. No puede pasar desapercibida. No al menos en mí, o en lo que solía ser de mí.

¿Por qué había atendido?

Era una simple pregunta que no sólo ocupaba cada rincón de mi cabeza, sino que sentía como me cosquilleaba la planta del pie y, a la vez, me atravesaba las costillas de un lado hacia otro, ida y vuelta.

Ahí había empezado el desastre; en una parábola negativa encabezada por la duda.

¿Por qué había atendido?

Si siempre era algún pobre pibe siendo explotado en un call center. Y cuando no, era alguien que buscaba a la dueña del departamento y empezaba a relatar su relación con ella, como si eso pudiese importarle en lo más mínimo a un inquilino.

Hasta había llegado a pensar en la chance de desconectar el teléfono. Así ya no tendría que ignorar ese aturdidor timbre que llegaba a escucharse hasta desde el ascensor.

Por eso me machacaba tanto: ¿Por qué? ¡¿Por qué?!

Empecé a convencerme de que debía ser eso, aunque siempre lo negara avergonzado. Aunque darle crédito  a esa estupidez del destino (nombrarlo no lo hace más real) podía resultar como un arma de doble filo.

Me llevó a una reflexión tan delirante como posible y, por consecuencia, tranquilizadora. De existir tal cosa… ¿qué importancia tenía que hubiese atendido? Si de todas formas, así hubiese perdido esa llamada, él se habría encargado de hacerme llegar el mensaje por algún otro medio.

Se me ocurren miles de otras preguntas, sin embargo, aún hoy. Pero no puedo entregarme a eso, aunque sea por respeto a quien supe ser.

Tampoco me interesé en investigar quién había hecho la llamada, desde dónde o acaso por qué razón. Esas indagaciones podrían haber sido útiles ante una amenaza de muerte. Pero para este caso, poco servía plantearse esas preguntas lógicas.

Cuando te amenazan con vivir eternamente, cualquier esquema queda obsoleto. Cuando te dan vuelta el mundo de tal forma, ¿qué idiota sería capaz de intentar entender?

Uno piensa en esa infinitud, esa indeterminación, y lo único que puede desear es que haya habido un error. Que esa amenaza fuese de algo mucho más ¿concreto?, ¿inmediato? Eso que es la muerte, o al menos cómo debe serlo.

Pero ante esta tragedia uno se encuentra con la solución casi consecuentemente.

Y yo no era ajeno a ello. Sabía qué debía hacer. Tan simple como salir al balcón, trepar el barandal y saltar. Es más que suficiente altura.

Lo sé desde entonces, y lo sigo sabiendo hoy. Sin embargo, un miedo profunde me invade cuerpo y alma.


No es el temor a dar el salto: sino el terror de estrellarme contra el asfalto del estacionamiento y saber, en ese preciso instante, que estaré condenado a la inmortalidad.

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