lunes, 26 de diciembre de 2016

Envoltorios

Miguel seguía debatiéndose con el atado de puchos sin abrir sobre la mano. Cubriendo con sus dedos el envoltorio. El paquete por debajo, guareciendo nicotina y tabaco enrollados en papeles. Extendiendo ahora la palma. Sopesándolo. Todavía en busca de ese dichoso punto de inflexión. Ese hito que ya había detectado sin querer, sobre el que se había detenido más de una vez en esa expedición introspectiva. Pero no podía ser. La cabeza no puede funcionar así. Semejante transformación no puede salir de tal boludez. Debía haber algo mayor. Más metido en el inconsciente y sobre el que un psicoanalista podría dar mejores explicaciones. Tampoco eso podía notarlo, aunque daba vueltas en su cabeza.

Mientras tanto su mano izquierda se sostenía firme en el aire. Como si buscara tantear ciegamente en medio de esos oscuros recovecos de la memoria. Necesariamente libre para poder despejar cualquier maleza que fuera apareciéndose en su camino. La derecha, en cambio, había desarrollado cierta autonomía respecto del resto del cuerpo. Haciendo gala de ello, ya había destrozado el nylon, abierto la caja y sacado un cigarrillo. Todo en un movimiento que no por mecánico iba a perder su cuota de belleza.

Una vez que tuvo el cigarrillo apretado entre los labios, pudo reparar en esa secuencia. Ahora que, desnuda, esa mano se camuflaba sobre la otra cortándole una piel salida. Había sido algo efímero (aunque nunca lo suficiente para él). Había practicado el movimiento una infinidad de veces. Decenas de paquetes abiertos sin fumar. Con el único fin de lograr eso: esa mecanicidad como condición para aparentar naturalidad. Evitar cualquier paso en falso que demostrara que sólo tenía ese paquete de Marlboro en el bolsillo para cuando...

No, no. Eso había sido después. También debió influir, claro. Pero no más que esa pieza de dominó que recibe su carga por la espalda y no puede hacer más que repetir esa fuerza hacia adelante. El golpe inicial. Eso buscaba él. Esa mano que inicia todo con sólo mover suavemente el dedo índice. Ya no sabía ni para qué (si es que había una razón) pero debía encontrarlo. Sacó el Bic negro del bolsillo y le dio fuego al pucho. Una serie de pitadas y lo retiró con la mano derecha que ahora le facilitaba el encendedor a la izquierda. Aunque él no podía dejar pasar por alto esa nada inocente ofrenda. Le significó un fuerte regaño con la mirada a la cínica mano que se burlaba de las tinieblas en que ellos habían quedado sumergidos.

Una negritud peor que la de ese pobre objeto que había quedado metido en un embrollo que no le correspondía. Un par de pitadas más y junto al humo iban esfumándose también sus ganas de pensar. El encendedor jugueteaba entre los dedos izquierdos cuya inocencia podía ser confundida con idiotez. Un desliz lo hizo patinar y estrellarse contra el suelo.

Un estruendo fuerte, metálico, familiar.

Los ojos de Miguel se abrieron como nunca. El sonido del golpe fue la alarma que lo despertara del letargo. Una simultánea mezcla de sensaciones que se cristalizaba en una imagen suya. Hace varios años...

Era la misma caída. Esa misma torpeza. Era la vergüenza. Su rostro rojo. Y ahora sí, nuevas imágenes, nítidas, reales. Una línea de tiempo que se resquebrajaba mediante saltos discontinuos, brincos de alegría. Se ahogaba con su propio humo y las toses tenían justo a carcajadas. Un pasado anterior. Debía serlo. Aunque parecía distorsionado. Él no tenía esa barba entonces. Y esa panza tampoco, ni siquiera ahora aún. Una sombra. No. Una persona. Tal vez. Algo difuso que contrastaba con la transparencia del resto. Un rostro iba aclarándose hasta verse una mujer. No. Varias mujeres. Y todas una. Una pregunta. “Disculpa, ¿tenés fuego?”

El “no” como respuesta. Constante. La vergüenza. Injustificable. Pero real. No podía ocurrir más. No iba a ocurrir más. Una decisión tomada. Siempre encima. Y ahí si. Una nueva respuesta. “Sí, tomá.” Pero alguna desconfianza. Esperable. Posible. El miedo ante una nueva pregunta. El “no fumo” como peor respuesta posible. Latente. Más preguntas irrespondibles. Y ahí con las manos temblorosas, tendiendo ese objeto tan preciado...

Un estruendo. Fuerte. Metálico. Familiar.


La vergüenza.

Seguía comprando la misma cantidad de paquetes que terminaban en el mismo tacho de basura. Pero los cigarrillos ya no morían ahí. Tampoco en otras manos distintas con gesto idéntico.

Era esa la vergüenza.

Tiró la colilla junto al encendedor que todavía seguía en el piso. Se miró las manos. Improvisó una sonrisa amarillenta. Nunca había tenido las uñas tan largas.


sábado, 30 de julio de 2016

Estación terminal

La cabeza se le fue inclinando hasta quedar apoyada contra la ventana sucia o empañada o ambas cosas. Abrazó su mochila apretándola fuertemente contra su vientre. No pudo discernir si tenía frío o calor. Por si acaso se dejó puestos los abrigos, aunque se bajó el cierre del cuello de la campera y se desencapuchó. Con los auriculares puestos, simplemente tuvo que darle play a la última reproducción.

No le preocupaba quedarse dormido, fundamentalmente, por dos razones. Primero,  porque el sueño no fue nunca muy amistoso con él. La relación era tan chocante a tal punto que había noches en la semana que se acostaba muerto de sueño y quedaba horas mirando el techo. O la clásica de los fines de semana en las que podía dormir hasta el mediodía o más. Sin molestas alarmas chillando “levantate – andá a trabajar – no llegues tarde – te van a romper las bolas – no llegues tarde – te van a rajar”. Claro, podía… pero las ganas de mear o algún sueño inquietante (del que sólo conservaba la inquietud mas no el recuerdo) lo levantaban de la cama. Y así volvía a acostarse, desganado, desvelando, mirando el celular derrotado para revisar un reloj por compromiso.

El sueño resulta complicado aún a la hora de hablar de él. Mirá cómo será que perdí totalmente el hilo de la narración. Creo que estaba en… sí… eso. Estaba en lo de “primero…” (enumerando vaya a saber qué) y me colgué. Pero bueno, indefectiblemente debe venir –al menos- un “segundo…” o algún término que ocupe ese lugar. De lo contrario estaría haciendo abuso de la confianza del pobre tipo que intenta seguir con atención este relato. En qué problema lo estaría metiendo si lo que debiera pasar no pasa. En fin. Punto. Segundo, decía. Él está ahí, acurrucado en el asiento del vagón porque no le preocupa caer en el letargo del sueño. Si se diera ese milagroso acto tampoco sería un problema. El no va a pasarse de largo. Va a llegar a su destino sí o sí porque es la estación terminal. El fin del recorrido. No hay nada después.

Una sacudida lo desacomoda de su comodidad. Se afianza sobre el asiento, la espalda erguida contra el respaldo. Intenta divisar por la ventana dónde está, pero no ve un carajo. Sólo una oscura pared, interrumpida por efímeros y simétricos instantes de luz –de emergencia-. Desiste en su tarea. Mira el reloj para calcular cuánto falta, en cuánto debería llegar. Pero tampoco lo logra. Aún peor, se da cuenta que ni siquiera recuerda a qué hora tiene que entrar al laburo, ni a qué hora salió de la casa de su novia. Empieza a pensar que algo no anda bien. Si tan sólo encontrara alguna pista, algo en qué sustanciar su intuición. Pero nada, el resto del vagón inmutable. Cada persona sumergida en su propio mundo: ¿cómo podrían notar algo si quiera? Cada par de ojos sumido en un celular, un libro, unos párpados.

Intentó hacer lo mismo. Encerrarse. Regresar a ese estado anterior en que se encontraba hace un momento. Pero era imposible. Ya no podría. Estaba inquieto, malhumorado, todo lo molestaba. Sobre todo esa banda, ese disco. Era como si hubiese estado sonando una vida entera. Y aún así no podía cambiar, porque cada tema le producía una curiosa y extraña novedad. Se volvió contra la ventana. Ahora estaba decididamente más empañada que sucia. Con el revés de la mano cerrada despejó el vidrio. Seguía la misma visión anterior. Idéntica. Eso lo enfureció. Decidió no moverse hasta llegar a la próxima estación. Y ahí bajaría, sin importar cuál fuera.



lunes, 25 de abril de 2016

Fade out

Nadie más queda. Sólo él. Él, que se había encerrado. En su cuarto. En su apartamento. Su mundo. ¿Lo sabrá? Entonces… ¿por qué sigue actuando así? ¡¿Por qué no sale?! ¿O no ve que no hay nada más allá afuera?

Sólo queda él (que ni siquiera es él). No. Por algo rompió todos los espejos. Ya no le sirven. El pelo largo. Su barba una selva. Y los huesos sobresaliéndole de la flacura. No es él.

El tiempo debía haber ayudado, pero parece que lo empeoró todo. Si, tenían razón en eso: la olvidaría. Ya la había olvidado en realidad. Pero no lo que le provocaba. Para nada. Eso seguía ahí dentro de él, dándole puntadas en el estómago, quitándole el poco hambre que le quedaba, provocándole lágrimas imposibles de rastrear.

Se entregó al tiempo. Se dejó estar. Quedó esperando una solución. Alguna palabra determinante que lo sacara de esa situación de incertidumbre. Armándose de paciencia. Y sí, de alguna forma u otra, el tiempo pasó. A regañadientes, suplicando, pero pasó. Fue lo único que siguió adelante.

Siguió esperando(la).

Se levantaba a sobresaltos de la cama ante algún ruido y corría hacia la puerta. Aún ahora, que la reja del ascensor abriéndose o unas llaves chocando entre sí solo podían ser ilusiones. Sonidos dentro de su cabeza. Repeticiones de un pasado que ya no volvería más. Ella tampoco.

Cada vez le fue siendo más difícil recordar. Qué hacía. Qué había pasado. Quién era. No podía responderse así que decidió dejar de preguntar. Ahora sólo se queda acostado. A veces escucha música y una canción parece aclararle todo. Traer algo a la memoria... Alguien... Una mujer... Pero arranca el siguiente tema. Y él se apaga.