La cabeza se le fue inclinando
hasta quedar apoyada contra la ventana sucia o empañada o ambas cosas. Abrazó
su mochila apretándola fuertemente contra su vientre. No pudo discernir si
tenía frío o calor. Por si acaso se dejó puestos los abrigos, aunque se bajó el
cierre del cuello de la campera y se desencapuchó. Con los auriculares puestos,
simplemente tuvo que darle play a la
última reproducción.
No le preocupaba quedarse
dormido, fundamentalmente, por dos razones. Primero, porque el sueño no fue nunca muy amistoso con
él. La relación era tan chocante a tal punto que había noches en la semana que
se acostaba muerto de sueño y quedaba horas mirando el techo. O la clásica de
los fines de semana en las que podía
dormir hasta el mediodía o más. Sin molestas alarmas chillando “levantate –
andá a trabajar – no llegues tarde – te van a romper las bolas – no llegues
tarde – te van a rajar”. Claro, podía…
pero las ganas de mear o algún sueño inquietante (del que sólo conservaba la
inquietud mas no el recuerdo) lo levantaban de la cama. Y así volvía a
acostarse, desganado, desvelando, mirando el celular derrotado para revisar un
reloj por compromiso.
El sueño resulta complicado aún a
la hora de hablar de él. Mirá cómo será que perdí totalmente el hilo de la
narración. Creo que estaba en… sí… eso. Estaba en lo de “primero…” (enumerando
vaya a saber qué) y me colgué. Pero bueno, indefectiblemente debe venir –al menos-
un “segundo…” o algún término que ocupe ese lugar. De lo contrario estaría
haciendo abuso de la confianza del pobre tipo que intenta seguir con atención
este relato. En qué problema lo estaría metiendo si lo que debiera pasar no
pasa. En fin. Punto. Segundo, decía. Él está ahí, acurrucado en el asiento del
vagón porque no le preocupa caer en el letargo del sueño. Si se diera ese
milagroso acto tampoco sería un problema. El no va a pasarse de largo. Va a
llegar a su destino sí o sí porque es la estación terminal. El fin del
recorrido. No hay nada después.
Una sacudida lo desacomoda de su
comodidad. Se afianza sobre el asiento, la espalda erguida contra el respaldo.
Intenta divisar por la ventana dónde está, pero no ve un carajo. Sólo una
oscura pared, interrumpida por efímeros y simétricos instantes de luz –de
emergencia-. Desiste en su tarea. Mira el reloj para calcular cuánto falta, en
cuánto debería llegar. Pero tampoco lo logra. Aún peor, se da cuenta que ni
siquiera recuerda a qué hora tiene que entrar al laburo, ni a qué hora salió de
la casa de su novia. Empieza a pensar que algo no anda bien. Si tan sólo
encontrara alguna pista, algo en qué sustanciar su intuición. Pero nada, el
resto del vagón inmutable. Cada persona sumergida en su propio mundo: ¿cómo
podrían notar algo si quiera? Cada
par de ojos sumido en un celular, un libro, unos párpados.
Intentó hacer lo mismo.
Encerrarse. Regresar a ese estado anterior en que se encontraba hace un
momento. Pero era imposible. Ya no podría. Estaba inquieto, malhumorado, todo
lo molestaba. Sobre todo esa banda, ese disco. Era como si hubiese estado
sonando una vida entera. Y aún así no podía cambiar, porque cada tema le
producía una curiosa y extraña novedad. Se volvió contra la ventana. Ahora
estaba decididamente más empañada que sucia. Con el revés de la mano cerrada
despejó el vidrio. Seguía la misma visión anterior. Idéntica. Eso lo enfureció.
Decidió no moverse hasta llegar a la próxima estación. Y ahí bajaría, sin
importar cuál fuera.
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