Él abrió los ojos, dolido ante la oscuridad del
cuarto. El sudor que había empapado su colchón le molestaba. No era esa humedad
lo que en realidad le irritaba, sino que ésta lo arrancase de su sueño.
Sentado en el borde de la cama, se miraba las uñas largas y desprolijas. Golpeó la cabeza contra la pared, maldiciendo el hecho de no haber aprovechado ese momento.
Ella le había rozado el hombro al pasarle por
al lado y él volteó anonadado ante esa mirada fija que buscaba captar su
atención.
Y no supo decir palabra.
Él le sonrió, idiotamente. No supo hacer otra cosa que mostrarle el esmalte gastado de sus dientes
Allí la perdió nomás.
Continuó atormentándose en su dormitorio. Las
penumbras le impedían ver como se teñía la almohada de escarlata. No cesó en su
afán de impactar el muro con su cráneo.
Prosiguió insaciablemente y sólo se detuvo una
vez alcanzado su objetivo:
verla.
La tomó de la mano y ya no le inquietó poseer
una sonrisa ni sumirse en el silencio. Tampoco
se preocupó en apresurarse, conocedor de que tendría, ahora, todo el tiempo del
mundo.
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