domingo, 6 de julio de 2014

Miserere

Me dediqué a escribir esto porque vos lo merecías. No por ser vos en especial, ya el hecho de que seas alguien es más que suficiente.

No descarto la idea de que la impotencia me haya dado ese último empujón. Que este humilde homenaje no se opaque con las denuncias, inevitables, que me tocan hacer.

Porque no puedo pasar por alto la situación que me tocó vivir luego de lo que te hicieron. Sé que mi desgracia no le llega ni a los talones a la tuya, pero tenés que entenderme, todo esto lo hago por vos.

Por eso me quebré en llanto cuando me palmearon y me dijeron:

-Señora, debe retirarse.

Que me echaran como perro mojado luego de estar sentada durante horas en esa comisaría, era el colmo. Pero lo peor, sin dudas, era la soberbia con la que me hablaban, como si estuvieran haciéndome un favor.

-Señora, no sea molesta y llévese la noticia de ese hombre muerto a otro lado. Es más, ni su nombre sabe, así que lo mejor sería que se olvide de todo el asunto.

Obviamente, no podían decirme algo semejante. Y, efectivamente, no lo hicieron. Pero no hizo falta, sus acciones, sus miradas, sus gestos, hablaban por sí solos.

Así fue que agarré un cuaderno y una lapicera y empecé. Ya te dije, por y para vos, así como para todo aquel que tenga un poco de corazón (si no es mucho pedir…)

Voy a explicar detalladamente lo sucedido esa fatídica tarde del doce de marzo. Sí, sé que vos sabés bien que pasó y entiendo que quieras saltarte esta parte. Aunque, tal vez, todo te agarró tan desprevenido como a mí al verlo. En ese caso, es probable que esto te sirva de consuelo para entender que, por mucho que quieras culparte, algunas cosas nos exceden y no podemos hacer nada ante eso.

Nunca me terminaron de convencer los subtes. Por eso siempre elegía sentarme (de estar disponible) en el asiento más próximo a la puerta, aferrándome con una mano al barandal y con la otra a mi cartera.

No sé por qué te cuento todo esto, pero en fin… Para hacer más leves mis viajes, me gustaba buscar algún pasajero e imaginar su destino, su rutina, su vida. Algunos se delataban solos, ya fuese por su vestimenta o por sus pertenencias.

Y esa tarde me había enfocado en vos. No me dabas ni siquiera una pista: podrías estar yendo a Congreso a hacer algún trámite, o a Plaza de Mayo a militar por algún partido político; es más, no hubiera sido descabellado que  bajaras en Lima, combinaras con la línea C y fueras a Retiro.

Tal era mi desconcierto que ni le presté atención a aquel hombre que se subió en la estación de Castro Barros. Pero vos no tuviste esa suerte. Tuviste que ser el único en todo el vagón que notara su oficio de comerciante. Porque no respondía al estereotipo de vendedor ambulante: no aturdía anunciando su producto, no atosigaba a los pasajeros, no llamaba la atención  y, lo más importante, no vendía algo práctico o al menos atractivo.

Si tan sólo hubieras mantenido tus ojos en ese libro de bolsillo cuyo nombre no alcanzaba a distinguir… Pero no, tuviste que alzar la vista para mirarlo a él, para ver los no más de siete libros que llevaba bajo su brazo.

Por eso tuve que entrometerme. Me vi obligada a afinar mi oído para escuchar esa conversación entre dos invisibles (excepto para mí) Allí escuché tu voz, las últimas palabras que saldrían de tu boca.

Pero a él no le importaba lo que dijeras. No le interesaba tu pregunta sobre si aquel libro de Dostoiewski estaba en su idioma original, ya que “no tolerabas las malas traducciones” (te escuché agregar)

Supongo que tampoco se molestó en escucharte. Él estaba ido, mirándote fijo. Cuando por fin habló, lo hizo con voz temeraria, aumentando su cólera a medida que avanzaba en su discurso.

¿Quién hubiera dicho que ese sería su alegato? Nunca hubieras imaginado (tampoco yo) que estaba justificando lo que, en instantes, sería tu muerte, y lo hacía en tu propia cara.

A quien le corresponda esta declaración, necesito comentar el reproche que este hombre te hizo.

Te recriminaba un gesto inconsciente, sólo eso. Algún movimiento tuyo, en apariencia impertinente, mientras hacías tu consulta.

Inofensivo para cualquiera menos para él. Por el contrario, “…una muestra de soberbia… desprecio…” y algo que tenía que ver con “bajeza humana” pero que no logré escuchar del todo. Así describía a la (¿maligna?) mueca, la cual consistía en una leve caricia sobre tu tabique, hecha con las yemas de tu dedo pulgar e índice de tu mano izquierda.

La situación fue tan insólita que la vuelve poco “verosímil”. Y estoy segura de que no faltará quien dude de mis palabras y, apoyado en su desconfianza, invente mil motivos (¿más creíbles?) para explicar tu muerte.

Pero yo lo vi con mis propios ojos. Ya sé, y vos lo viviste en carne propia, no hace falta que te diga nada.

El subte se detuvo: Plaza Miserere.

En seguida, todos se levantaron y se armó un tumulto de gente entre la que se perdió el victimario.

Me encantaría decirte que no hubo quien no se preocupe por tu yugular rasgada de lado a lado, bañando de sangre todo el cuello de tu camisa. Sería menos humillante y me ahorraría la vergüenza ajena de todo aquel que te pasó por al lado, chocándote las rodillas y pisándote los zapatos.


Aunque no podemos recriminarles nada. No está bien visto llegar tarde a alguna reunión o al trabajo por andar ayudando a un don nadie asesinado en el subte.

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