Me dediqué a escribir esto porque
vos lo merecías. No por ser vos en especial, ya el hecho de que seas alguien es más que suficiente.
No descarto la idea de que la
impotencia me haya dado ese último empujón. Que este humilde homenaje no se
opaque con las denuncias, inevitables, que me tocan hacer.
Porque no puedo pasar por alto la
situación que me tocó vivir luego de lo que te hicieron. Sé que mi desgracia no
le llega ni a los talones a la tuya, pero tenés que entenderme, todo esto lo
hago por vos.
Por eso me quebré en llanto
cuando me palmearon y me dijeron:
-Señora, debe retirarse.
Que me echaran como perro mojado
luego de estar sentada durante horas en esa comisaría, era el colmo. Pero lo
peor, sin dudas, era la soberbia con la que me hablaban, como si estuvieran
haciéndome un favor.
-Señora, no sea molesta y llévese
la noticia de ese hombre muerto a otro lado. Es más, ni su nombre sabe, así que
lo mejor sería que se olvide de todo el asunto.
Obviamente, no podían decirme
algo semejante. Y, efectivamente, no lo hicieron. Pero no hizo falta, sus
acciones, sus miradas, sus gestos, hablaban por sí solos.
Así fue que agarré un cuaderno y
una lapicera y empecé. Ya te dije, por y para vos, así como para todo aquel que
tenga un poco de corazón (si no es mucho pedir…)
Voy a explicar detalladamente lo
sucedido esa fatídica tarde del doce de marzo. Sí, sé que vos sabés bien que
pasó y entiendo que quieras saltarte esta parte. Aunque, tal vez, todo te
agarró tan desprevenido como a mí al verlo. En ese caso, es probable que esto
te sirva de consuelo para entender que, por mucho que quieras culparte, algunas
cosas nos exceden y no podemos hacer nada ante eso.
Nunca me terminaron de convencer
los subtes. Por eso siempre elegía sentarme (de estar disponible) en el asiento
más próximo a la puerta, aferrándome con una mano al barandal y con la otra a
mi cartera.
No sé por qué te cuento todo
esto, pero en fin… Para hacer más leves mis viajes, me gustaba buscar algún
pasajero e imaginar su destino, su rutina, su vida. Algunos se delataban solos,
ya fuese por su vestimenta o por sus pertenencias.
Y esa tarde me había enfocado en
vos. No me dabas ni siquiera una pista: podrías estar yendo a Congreso a hacer
algún trámite, o a Plaza de Mayo a militar por algún partido político; es más,
no hubiera sido descabellado que bajaras
en Lima, combinaras con la línea C y fueras a Retiro.
Tal era mi desconcierto que ni le
presté atención a aquel hombre que se subió en la estación de Castro Barros.
Pero vos no tuviste esa suerte. Tuviste que ser el único en todo el vagón que
notara su oficio de comerciante. Porque no respondía al estereotipo de vendedor
ambulante: no aturdía anunciando su producto, no atosigaba a los pasajeros, no
llamaba la atención y, lo más
importante, no vendía algo práctico o al menos atractivo.
Si tan sólo hubieras mantenido
tus ojos en ese libro de bolsillo cuyo nombre no alcanzaba a distinguir… Pero
no, tuviste que alzar la vista para mirarlo a él, para ver los no más de siete
libros que llevaba bajo su brazo.
Por eso tuve que entrometerme. Me
vi obligada a afinar mi oído para escuchar esa conversación entre dos
invisibles (excepto para mí) Allí escuché tu voz, las últimas palabras que
saldrían de tu boca.
Pero a él no le importaba lo que
dijeras. No le interesaba tu pregunta sobre si aquel libro de Dostoiewski
estaba en su idioma original, ya que “no tolerabas las malas traducciones” (te
escuché agregar)
Supongo que tampoco se molestó en
escucharte. Él estaba ido, mirándote fijo. Cuando por fin habló, lo hizo con
voz temeraria, aumentando su cólera a medida que avanzaba en su discurso.
¿Quién hubiera dicho que ese
sería su alegato? Nunca hubieras imaginado (tampoco yo) que estaba justificando
lo que, en instantes, sería tu muerte, y lo hacía en tu propia cara.
A quien le corresponda esta
declaración, necesito comentar el reproche que este hombre te hizo.
Te recriminaba un gesto
inconsciente, sólo eso. Algún movimiento tuyo, en apariencia impertinente,
mientras hacías tu consulta.
Inofensivo para cualquiera menos
para él. Por el contrario, “…una muestra de soberbia… desprecio…” y algo que
tenía que ver con “bajeza humana” pero que no logré escuchar del todo. Así
describía a la (¿maligna?) mueca, la cual consistía en una leve caricia sobre
tu tabique, hecha con las yemas de tu dedo pulgar e índice de tu mano
izquierda.
La situación fue tan insólita que
la vuelve poco “verosímil”. Y estoy segura de que no faltará quien dude de mis
palabras y, apoyado en su desconfianza, invente mil motivos (¿más creíbles?) para
explicar tu muerte.
Pero yo lo vi con mis propios
ojos. Ya sé, y vos lo viviste en carne propia, no hace falta que te diga nada.
El subte se detuvo: Plaza Miserere.
En seguida, todos se levantaron y
se armó un tumulto de gente entre la que se perdió el victimario.
Me encantaría decirte que no hubo quien no se
preocupe por tu yugular rasgada de lado a lado, bañando de sangre todo el
cuello de tu camisa. Sería menos humillante y me ahorraría la vergüenza ajena
de todo aquel que te pasó por al lado, chocándote las rodillas y pisándote los
zapatos.
Aunque no podemos recriminarles
nada. No está bien visto llegar tarde a alguna reunión o al trabajo por andar
ayudando a un don nadie asesinado en el subte.
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